04 octubre 2015

NO SE PUEDE SER DEMÓCRATA CON QUIEN NO LO ES


Con esta frase resumía el entonces diputado del Partido Socialista -entonces Obrero Español- por Cáceres Pablo Castellano Cardalliaguet la intentona golpista del 23 de febrero de 1981, a su salida del Congreso la mañana del día 24. Y este pensamiento en voz alta creo –estoy convencido- fue una suerte de mantra en toda su extensa vida política. Y para mí, también.

Elegido diputado por el PSOE extremeño en 1977 (Cortes Constituyentes 77-79), 1979 (I Legislatura 79-82) y 1982 (II Legislatura 82-86), abandonó la nueva disciplina correveidilesca del que había sido su partido desde la clandestinidad de 1966 y se unió a la recién nacida Federación de Izquierda Unida; por algo sería… Con esta formación volvió al Congreso como diputado en dos legislaturas más (1989-93, IV Leg. y 1996-2000, VI Leg.).

Ser demócrata no es sólo acatar leyes –si éstas son democráticas-; ser demócrata es estar dispuesto a batallar, aún duramente, para que quienes opinan distinto también puedan expresar sus convicciones con total libertad y garantía jurídica y personal. Por eso es inentendible desde una óptica estrictamente democrática lo que está pasando hoy en nuestro país. Un país secuestrado, tomado por las armas policiales, en estado de excepción permanente, donde las leyes no se aprueban por acuerdo, consenso o negociación previa sino a golpe de decreto; y eso en el mejor de los casos…: cuando ni existe ley que ampare, ni decreto que obligue, ni norma que avale, ni siquiera bando que limite, aparece el sacrosanto “instinto gubernativo”, un dogma no escrito que implica que cualquier otra fuente legal de convivencia democrática queda supeditada a criterios exclusivamente partidarios, cuando no personales.

Así, podemos ver que, por encima de recortes en servicios básicos, de ataques a los derechos laborales y sindicales, de manifestaciones –como poco- desafortunadas de personalidades a quienes se les debería suponer unos criterios algo más elevados que los planteamientos “de coeficiente 80” que esgrimen, de decisiones ministeriales sesgadas de sectarismo, por encima, digo, de todas las penurias que diariamente aquejan a una ciudadanía ajena a las luchas partidistas, hay gente que –como en la famosa canción de los onubenses Jarcha- “tan sólo pide vivir su vida, sin más mentiras y en paz”.

Ya se trata sólo –o casi- de eso: vivir en paz, en democracia, en solidaridad, en respeto, en libertad; sabedores que nuestra salud esté bien vigilada y atendida, que nuestros hijos e hijas reciban la mejor educación posible, que nuestros mayores alcancen el trato digno que sus canas y achaques demanden, que nuestros jóvenes sean tenidos muy en cuenta en las decisiones a futuro. “A qué más”, cantaba Silvio Rodríguez.

Pero hete aquí que en poco menos de tres años, este país, próspero aunque aquejado en su columna vertebral del malempleado capitalismo salvaje, en lugar de convertirse en baluarte de la defensa a ultranza de las personas ha pasado a ser un fortín inexpugnable llevado con la mano dura de un poder omnímodo, “legitimado” por unas urnas injustas, que amén de optar por políticas neoliberales de contención del gasto público –aunque olvidándose de perseguir el fraude fiscal, por poner un ejemplo- ha comenzado una especie de “reconquista” de un territorio que antes interpretaban como “suyo” y que ahora ven como “un nido de rojos violentos, antisistemas anarquistas, perroflautas piojosos, o terroristas sociales”. Y cuales Don Pelayos del Neocon, no dudan en aplastar, aniquilar, demoler y hundir todos los derechos conseguidos. Incluso los consagrados en su sacrosanta Constitución de 1978; esa intocable, salvo que el FMI diga lo contrario, claro…

La coronación del nuevo rey ha sido el penúltimo aldabonazo a esta exigua democracia. Desde antes de la celebración del evento, negando la posibilidad de un pronunciamiento popular sobre la forma de gobierno que desean los ciudadanos y ciudadanas, hasta el momento mismo, con la persecución anticonstitucional y totalmente discrecional de las personas que pudieran no estar de acuerdo con aquel. Hemos visto fotos y vídeos de cargas, identificaciones y registros “aleatorios” a viandantes, detenciones, prohibiciones al libre tránsito…, por mor de decisiones gubernamentales unilaterales y evidentemente ilegales. También las “explicaciones” de los sindicatos policiales que echan mano del cumplimiento de órdenes como excusa a acciones que saben de sobra que fueron ajenas a la legalidad. Qué más da…: ¿quién a va tomarse la molestia de denunciar estos hechos y, encima, pagar las tasas judiciales obligatorias? “Esa chapita con la bandera republicana puede molestar a alguien”, explica condescendiente un policía a una joven, sin plantearse la evidente molestia que a dicha ciudadana podría provocarle las balconadas y viales engalanados con la rojigualda; máxime si pensamos que están pagadas con dinero público. Si al menos la selección hubiera ganado algún partido…

Por eso, ha llegado el momento de plantearse seriamente si es esta la democracia que queremos –para nosotros, para nuestros hijos, para nuestros abuelos- o si deberemos EMPEZAR YA a cambiar cosas. Las elecciones son una fórmula idónea para intentar rehabilitar el deshilachado Estado de Derecho que está dejando el actual gobierno en menos de una legislatura, pero no la única. Cuando un poder no escucha -al menos- a sus opositores, cuando hace oídos sordos a la ciudadanía, cuando solamente escucha por el oído derecho (como con las distintas asociaciones de víctimas del terrorismo o como con los poderes eclesiásticos y la sociedad laica), cuando ocurren casos como la expulsión de una diputada –y, por tanto, de los ciudadanos y ciudadanas a quienes representa- de un parlamento por el mero hecho de denunciar las corruptelas del poder, cuando las burlas condescendientes y zafias de representantes institucionales se ceban con los débiles, los maltratados por la crisis y sus portavoces, cuando el dogmatismo ciega el ojo del bien común y abre sólo el del beneficio particular, el diálogo está quebrado.

Y es entonces cuando la ciudadanía demanda acciones concretas, aunque sea con los escasos medios con los que se dispone. Desde cualquier ámbito se debe dejar constancia de que, como cantaba Serrat “entre esos tipos y yo hay algo personal”. Por eso creo que hay que poner manos a la obra para intentar comenzar la reconstrucción democrática desde ahora. Pongo algunos ejemplos que, aunque limitados por el consabido “miedo vital” –a perder el trabajo, a ser señalado por la calle, a cosechar improperios, a instar denuncias…- son susceptibles de ponerse en práctica de manera inmediata.

1.- Sindicatos mayoritarios: ruptura de cualquier tipo de contacto, negociación o preacuerdo con el gobierno, sus representantes o los cargos públicos del partido que lo sustenta; instar a la CSI, a la CES y a la OIT a que emitan sendas resoluciones de repulsa al trato antisindical del gobierno y del partido que lo sustenta y de apoyo al sindicalismo de clase español.

2.- Corporaciones locales, insulares, provinciales y autonómicas: veto unánime a cualquier iniciativa proveniente de las bancadas del partido Popular; retirada de palabra; ausencia de plenos y comisiones cuando intervengan sus representantes.

3.- Medios de comunicación: boicot a las ruedas de prensa, actos, presentaciones y demás actos convocados por el gobierno o por instituciones gobernadas por el partido Popular.

4.- Mundo de la Educación y la Cultura: no creo que haga falta decir nada: tienen todos los argumentos para posicionarse del lado de la libertad de cátedra, de creación y de denuncia.

5.- Movimientos sociales: desde la PAH, pasando por Greenpeace o Amnistía Internacional, los YayoFlautas, las Mareas, los colectivos LGTBI, las plataformas por las Pensiones Públicas, el 15M…: hay que trasladar a la opinión pública global lo que pasa en España, hay que hacer partícipe a comunidad internacional de las acciones antidemocráticas del gobierno, hay que visibilizar sus ataques a la convivencia democrática en la prensa extranjera.

Se acabaron las medias tintas. Si no son demócratas, no podemos –no debemos- tratarles como tales: hoy por hoy son el enemigo. Parece mentira, pero el caudillismo aznarista, visto con perspectiva temporal, no llega ni a la suela del zapato a este nuevo nepotismo de no-ilustrados, de aristócratas barriobajeros, de insignes ignorantes, de meapilas confesos, de casposos hasta la médula, de cañís a decir basta. Estamos gobernados por jefecillos de segunda con ínfulas de directores generales adjuntos, por incompetentes retrógrados, por locuaces embusteros, por piratas de aguadulce. No saben lo que significa la democracia y no les interesa saberlo: a ellos así les va bien, les vale. Pero a nosotros y nosotras no nos puede valer.

Lo que está en juego no es ya ni la democracia, ni el estado de Derecho, ni la justicia social; lo que está en juego es nuestra propia vida, nuestra dignidad como personas libres, nuestro derecho a decidir y a que nuestras decisiones sean ley. Y sólo esperando a las próximas elecciones no lo vamos a conseguir. Por otra parte, leyes como la llamada “Ley Mordaza” o la de “Seguridad Nacional” son perfectos instrumentos represivos; es decir: no están hechas para proteger al pueblo, sino para ‘protegerse del pueblo’.

Pablo Castellano me enseñó, con una sola frase, la esencia de la libertad y de la dignidad. No podemos obligar a nadie a comportarse democráticamente, a convertirse en demócrata, a ejercer como tal. Pero tampoco estamos obligados a hacerlo nosotros y nosotras cuando nos encontramos frente a la ignominia más rastrera y a la chabacanería política en manos de calamitosos personajes con faz de cartón piedra y actitudes filofascistas.

“A galopar, hasta enterrarlos en el mar”, escribió Rafael Alberti. Galopemos juntos. Pero galopemos…