20 junio 2013
13 junio 2013
A modo y manera de testimonio. Batallitas de un pseudo-cantautor cincuentón
¡Quién me iba a mí a decir cuando subí
a un escenario por primera vez que ser músico –dedicarse a la música- era esto…?
No
recuerdo exactamente el año; sería 1973 o 74. Sí recuerdo que fue en la Plaza
de San Juan de la Rambla, en Tenerife, como integrante de la Coral de Voces Blancas de la
Caja de Ahorros de Tenerife. Contaba 12 o 13 años de edad, como la mayoría de
mis compañeros, muchos de ellos, hoy, VERDADEROS artistas; músicos reputados –con perdón…- como Jorge Hops, Paulino Toribio, Rubén Díaz, Alfredo Llanos…, o
bailarines de renombre como Martín Padrón, entre otros. Cantábamos huyendo del repertorio
infantil al uso (Mambrú se fue a la
guerra, por ejemplo) y nos dejamos embelesar por textos musicados de
Machado, Miguel Hernández, Lorca, Guillén…, o con canciones de Yupanqui y Paco
Ibáñez. Todo esto fue posible –en una época ciertamente restrictiva en lo que a
las libertades se refiere- gracias al empeño y talento de un gran músico:
Alberto Delgado Prieto.
Cuento
esto para que se entienda que, al menos en mi caso, la llamada Canción de Autor
(o Protesta, o Popular, o como se le quiera llamar…) formó parte de mí desde
mis comienzos. Cuando mi voz pasó “de blanca a grisácea”, con 15 años, y fundé
el dúo Tajinaste seguí la línea marcada, sobre todo, por la canción popular y
reivindicativa de Sudamérica (Yupanqui, Feliú, Cabral, Jara…). Ya en solitario,
en el verano del 78, comencé una andadura informal, irregular e inconstante
jalonada por mis furtivos reflejos en el espejo de de los grandes de la
actividad cantautoril española
(Pastor, Serrat, Aute, Muntaner…). Y
hasta ahora…
Para
mí, la música –al menos la que yo he hecho siempre- está impregnada de una
pátina reivindicativa y poética (a partes iguales) con la que no sólo me siento
cómodo, sino a la que considero esencial y fundamental. No me considero
estrictamente panfletario (salvo excepciones…),
pero me incomoda sobremanera interpretar, e incluso escuchar, canciones –llamémoslas-
“de bajo perfil cultural” o con un ñoño
concepto social y, por supuesto, que denoten la acepción más peyorativa de “simpleza”
en su composición armónica y melódica. Siempre he reivindicado una canción
combativa y enérgica en sus conceptos, al tiempo que sedosa y frágil en sus
formas.
Admiro
sincera y abiertamente a los que considero como verdaderos músicos, a quienes
estudian años y años para ofrecer sus composiciones originales, a quienes aman
tanto la música que la han convertido en su profesión y en una parte
indisociable de su propia vida. Respeto incondicionalmente a quienes, como yo, aportan
su aprendizaje de carretera y manta y
su necesidad vital de hacer música; porque –además, así lo creo- hay espacio
para todos. Reniego, por el contrario, de vividores de escaso talento que,
aupados por no se sabe bien qué enfermizos intereses propios o ajenos, engañan –sí,
sí: engañan…- a la gente que los escucha, vendiéndoles por música lo que es
pura bazofia pentagramada. Bien sabe mi amigo y contínuo profesor Manolo Rodríguez que soy un
desastre como alumno…;pero eso sí: sabe perfectamente que siempre he enfocado mi actividad musical a un
solo objetivo: sentirme bien componiendo, tocando o cantando. Ser, al menos, algo feliz.
Con
mayor o menor fortuna, he ido adquiriendo a lo largo de casi 40 años de pseudo-dedicación unas vivencias en el
ámbito de la música que, en justicia, no me hubieran correspondido. Sin cultivarme
profesionalmente en ella, aún así, me he permitido el lujo y la osadía de componer,
tocar, cantar, estar en muchas ocasiones acompañado de músicos magníficos,
hacer algunas grabaciones, editar mi propio proyecto discográfico, girar por
islas, ganar algunos certámenes en Canarias y en Península, tener cierta
relevancia en una parte del panorama musical isleño, contar con el
reconocimiento de mis amigos, llegar con mis canciones a personas que hasta
entonces me eran anónimas y conocer y ser conocido por un abanico de músicos,
cantantes y grupos a los que siempre admiré y seguiré admirando. Me siento sobradamente
recompensado por todo ello.
Gracias
a ser señalado por la suerte, nunca
tuve que dedicarme en exclusiva a la música; si hubiera sido así –lo reconozco-
me hubiera muerto de hambre… O algo peor: hubiera podido ser el compositor de
canciones tipo “El polvorete” o “La Macarena”… (¡¡Ahaaahh!!) Hubiera ganado mucho
dinero, sí, pero creo que a un precio demasiado alto para mí…
Una
parte importante de mi vida –por tiempo dedicado y por experiencias- estuvo
dedicada profesionalmente a la promoción artística desde la acción cultural
institucional. Gracias a mi trabajo, a lo largo de casi 15 años tuve la
oportunidad de ayudar, en la medida de mis posibilidades, a intentar consolidar
bases para la cimentación y expansión de las artes escénicas en nuestras islas.
Fue una tarea dura pero gratificante. Y creo que necesaria también. No lo hice
solo, por supuesto; las circunstancias fueron favorables: el despegue de
circuitos culturales, el ansia de los organismos públicos para proyectar –y proyectarse-
en algo que no fueran carreteras, alcantarillados o farolas, las vacas gordas de la economía
post-transición…, hicieron también su parte. Nacieron muchas propuestas
artísticas, se realizaron muchas producciones teatrales y musicales, un cada
vez más nutrido elenco de creadores veían recompensados justamente sus
esfuerzos, percibiendo cachets hoy impensables o teniendo las mejores
condiciones de sonorización para la época. Pero todo eso terminó. La actual
situación de crisis proyecta la necesidad de una auténtica economía de
subsistencia; y el sector de las artes escénicas en general y de la música en
particular no es ajeno a esta coyuntura.
Recuerdo
que, por ejemplo, en la segunda mitad de los 90, un grupo mediano (5-6
integrantes), no muy conocido pero con un disco en el mercado, con una
trayectoria de 4 o 5 años, pedía –y cobraba sin mayores problemas- un cachet de
175.000 pesetas (libres de impuestos), más rider técnico, desplazamiento y
dietas. Estamos hablando de un coste global cercano a las 500.000 pesetas de
entonces (3.000 euros actuales, sin contar la depreciación experimentada por el
valor del dinero), por una actuación de hora y media de duración. Hoy, esa
misma producción y con el mismo baremo de valoración, rondaría los 5.000 euros.
Nada más lejano y ajeno a la realidad actual. Hoy, a un grupo de similares
características se les ocurre pedir 500 euros, llevando su propia sonorización y
pagando de su bolsillo el transporte y la manutención (bocata, birra y poco más…)
y, quienes antes pagaban generosamente lo solicitado se echan las manos a la
cabeza, espetándoles un aullido alarmado: “COMOVASHELEEEESHOOOO!!!???
Si
a esto unimos: a) que el número de grupos, solistas, orquestas, etc…, se ha
multiplicado por 20 en diez años (que es positivo, por supuesto); b) que las
instituciones sólo pagan cachets y gastos a grupos foráneos (a los demás les
ceden instalaciones y cobran a taquilla); c) que, aunque hay más bares, pubs y
similares que hacen música en vivo, la crisis también se ha cebado en ellos y
no pueden responder de pagos fuera de
carta; d) que la legislación –o, más bien, su ejecutiva aplicación- está
siendo inmisericorde con un colectivo paupérrimo en sus ingresos…, el cóctel es
altamente explosivo y puede conllevar una resaca de tintes cuasi-épicos, cuando no apocalípticos.
Las
asociaciones, colectivos, uniones y cooperativas de músicos que en Canarias son han hecho y
hacen mucho en pro del sector, han conseguido y consiguen mucho para los
músicos e intérpretes; aunque –por lo que parece- no ha sido ni es suficiente
para dar respuesta a esta parte importante del tejido profesional, laboral y
económico de nuestra comunidad. No olvidemos que la actividad musical –remunerada
o no, regularizada o no, continuada o no- arrastra
tras de sí a otras que son igualmente importantes y necesarias: el comercio
minorista de artículos musicales, los estudios de grabación, las compañías de
sonido e iluminación, transportistas, pequeña hostelería, turismo cultural… Es
por ello que, en esta economía globalizada en la que nos desenvolvemos, quizá
nadie sea imprescindible, pero todos son NECESARIOS.
El
primer paso está dado: los músicos e intérpretes han alzado su voz; todavía de
manera tenue, descoordinada, contradictoria a veces, indignada o preocupada…,
pero SEGURA Y FIRME: quieren –queremos-
seguir desarrollando la profesión, en las mejores condiciones posibles, dentro
de una legalidad justa y equitativa, solidarios y con responsabilidad, pero sin
que este sistema (que no hemos inventado ni auspiciado, pero que, como todos, padecemos) niegue el pan y la sal como norma preestablecida.
Hay
más acciones aún por acometer: involucrar a las instituciones y organismos públicos
en la defensa de los valores culturales y de quienes los desarrollan día a día;
consensuar posturas con la parte contratante (empresarios); acordar baremos de
aplicación de la ley con las autoridades; implicar a los creadores de opinión
(periodistas); denunciar –con nombres y apellidos- los atropellos a la
profesión y a quienes los ejercen; propiciar los cambios necesarios para
adecuar el sector a las nuevas circunstancias… En fin: hay muchísimo curro por delante.
“Queda
la música”, cantaba Luis Eduardo Aute. Sí: cuanto todo acaba, cuando el mundo
se desmorone, cuando el final llegue, aún quedará la música. Es esa música la que
hay que salvar; la que nace del corazón mismo de quienes la crean. Ese corazón
malherido hoy, oprimido y confuso, pero que transmite fuerza, ilusión, valentía
y determinación. Miremos
hacia adelante sin olvidarnos del pasado. Yo
seguiré –por necesidad vital, sobre todo- componiendo, tocando, cantando. Lo
necesito como comer, amar o pensar. No estoy dispuesto a admitir cortapisas que
me lo impidan. Es lo que conocí y amé desde que mi padre tocaba su piano cuando
yo era niño, desde que escuché los versos cantados de “Palabras para Julia”,
desde que me atreví a poner música a la “Elegía” de Rafael Alberti y
convertirla en incipiente e iniciática canción, desde que escuché a los grandes del jazz,
del pop o de la salsa, desde que la bossanova se me incrustó en la piel y en los sentidos…
Como cantó Silvio Rodríguez: “Te conozco, desde siempre, desde lejos…”.
¡¡VIVA LA MÚSICA!!
Como cantó Silvio Rodríguez: “Te conozco, desde siempre, desde lejos…”.
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